Cuando nos enfadamos mandamos a paseo cualquier signo de evolución,
renunciamos a ser el animal racional que tanto presumimos ser.
Cuando nos enfadamos somos tontos: no hay coherencia, no hay cohesión, no
hay criterio. No hay corazón haya o no razón.
Cuando nos enfadamos somos capaces de argumentar verdaderas maravillas
como: “y tú que, eh?”
Cuando nos enfadamos somos capaces de buscar todo aquello que nos gusta del
contrario y convertirlo en algo malo.
Pero el enfado, pese a volvernos tontos y dañinos, a veces, también es
bonito. El enfado es puro, es sincero. Cuando nos enfadamos dejamos nuestras
cartas sobre la mesa. Nos quedamos desnudos y de pronto es evidente al mundo
que la persona foco de nuestra ira nos importa. Nos importa lo suficiente como
para que aquello que dice (o no dice) nos turbe.
“Me enfado porque te quiero” y otras tonterías de
la vida